
reinta y dos kilómetros para disfrutar, fue una novedad para la gente y para el Turismo Carretera. Más de cincuenta mil almas “tapizaron” las sierras más antiguas del planeta, aquella jornada feliz para la ciudad en la recta final del 1977.
Si hubiera un catálogo de historias improbables, de crónicas disparatadas con inicios y finales a priori tan difíciles de casar como el agua y el fuego, el “Cosmic Muffin” bien merecería figurar entre los capítulos principales. Detalles al margen, su carta de presentación es excepcional: se fabricó en los 30 como un avión de élite en los hangares de Boeing y acabó reconvertido, décadas después y unas cuantas carambolas del destino mediante, en un yate con nombre de postre hípster.
COOLTURA23 de septiembre de 2023 Por: Oscar Filippi – Para: Ciudad24Si esa descripción no fuera lo suficientemente llamativa, lleva con echar un vistazo a sus fotos, para entender por qué el «avión-yate» (o yate-avión), el orden no altera el resultado, suele colarse en las listas de embarcaciones más raras del mundo.
Más rocambolesca que su aspecto es sin embargo su historia. La crónica del renombrado “Cosmic Muffin” arrancó lejos de las aguas y los muelles. Su origen está en la mesa de los ingenieros de Boeing, que en los años 30 decidió fabricar una versión civil de la aeronave B-17, un modelo con las prestaciones más modernas de su época, cabina presurizada y capaz de alcanzar alturas de 20.000 pies —6.100 metros— y lograr una velocidad de crucero de 350 kilómetros por hora.
El resultado fue el Boeing 307 Stratoliner, un emblemático avión cuatrimotor del que —explica el Florida Air Museum— solo se fabricaron cuatro unidades.
La aeronave era lo suficientemente exclusiva como para atrapar la atención de Howard Hughes, multimillonario estadounidense, productor de cine, filántropo y piloto aficionado a perseguir nuevos récords. Que Boeing le dijese que tendría que esperar porque se había comprometido con el suministro de las aerolíneas PAA y TWA le importó bien poco. Ansioso por su Stratoliner, Hughes tiró de la chequera y se hizo con un generoso —y sobre todo influyente— paquetes de acciones en TWA. Tras pagar 315.000 dólares acabó adquiriendo su propio avión Stratoliner.
En mente, el magnate tenía una gira filantrópica alrededor del mundo, una expedición para la que el nuevo modelo civil de Boeing, capaz de volar a 20.000 pies de altitud parecía un candidato ideal. No pudo ser. Quizás fuese empecinado y tuviese una envidiable cuenta corriente, pero había un obstáculo con el que Hughes difícilmente podía lidiar: la Segunda Guerra Mundial.
El Stratoliner acabó en un hangar de la “Union Air Terminal” hasta que en 1949 Hughes decidió sacar de nuevo su talonario para reformarlo. Y a lo grande. Dedicó 400.000 dólares a convertir lo que ya era un referente de la tecnología aeronáutica en todo un icono del diseño de interiores: recurrió al popular Raymond Lowey y los consejos de Rita Hayworth y le dio un aire tan sofisticado que durante cierto tiempo —bajo el nombre de Shamrock y la propiedad del millonario Glenn McCtarhy— se utilizó para transportar a las celebridades de Hollywood.
Aquel fue quizás el capítulo más sofisticado del avión, pero no el último.
En su historia volvería a atravesarse un enemigo difícil de combatir: la meteorología. En 1964, en manos ya de una empresa con sede en Florida, el vetusto Stratoliner sufrió el embate de un huracán que arruinó sus alas y cola. Los daños fueron de tal calibre que la compañía decidió que no valía la pena repararlo. Aquel pudo haber sido su final de no haber sido por Kenneth London, que decidió aprovechar la estructura y reconvertir lo que quedaba de aquel avión que había encandilado a Hughes en algo distinto: un yate. Le llevó cinco años lograrlo.
Vida nueva, nombre nuevo, uso nuevo:
El resultado fue Londonaire, un avión-barco con dos motores V-8 y un casco de navío que podía verse surcando los canales del sur de Florida.
Unos años después, en el 81, pasó a manos de Dave Drimmer y cambió su nombre por el de “The Cosmic Muffin”, una opción que seguramente habría sonado a ciencia ficción incluso al más imaginativo de los ingenieros de Boeing que décadas antes habían diseñado su fuselaje. El nombre tiene en cualquier caso su porqué: está sacado de la novela: “¿Dónde está Joe Merchant?”, escrita por Jimmy Buffet.
Tampoco aquella fue la última parada del barco-avión. Según precisa la CNN, Drimmer vivió a bordo del “Cosmic Muffin” hasta que en 2018 decidió donarlo. Otra versión, de la que se hace eco «Autoevolution», apunta que, durante sus últimos años, hasta 2016, operó como embarcación comercial. No importa. En uno y otro caso el final es el mismo: la nave acaba en el “Florida Air Museum”, que en 2018 aseguraba haberse asociado con expertos de la Universidad del Sur de Florida (USF) para estudiar su estructura y planificar una «restauración cuidadosa». Un nuevo capítulo en la más improbable de las historias aeronáuticas…Y navales.
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El día 9 de Diciembre se realizó en el Salón César Carman del Automóvil Club Argentino la celebración del ciento quince Aniversario de la fabricación en serie del primer automóvil construido en la Argentina, Anasagasti por el Ingeniero Horacio Anasagasti.
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Basada en la obra de August Wilson, la película aborda temas como el legado y la identidad. Con actuaciones memorables, la película pone el foco en el significado de la herencia.
La batalla de la Vuelta de Obligado fue un enfrentamiento bélico entre las fuerzas de la Confederación Argentina y una escuadra anglo-francesa que pretendía navegar los ríos interiores argentinos. Tuvo lugar el 20 de noviembre de 1845 sobre las aguas del río Paraná, cerca de la localidad bonaerense de San Pedro y en el marco del bloqueo anglo-francés del Río de la Plata (1845-1850). Trasladado al día de hoy, el equivalente a enfrentarse a esa escuadra de los países mas poderosos del mundo, sería una escuadra combinada de EEUU y China. Los argentinos se enfrentaron con un buque contra 22, 27 viejos cañones de avancarga, varios de bronce, contra 99 modernos cañones de retrocarga. La suerte estaba echada desde el principio, la Confederación Argentina lo sabía, pero sus varones se lanzaron al combate con valor y una determinación que les haría ganar finalmente la guerra, teniendo que saludar las escuadras con 21 cañonazos a la Bandera Argentina, a modo de desagravio y en señal de respeto.
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