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LAS 24 HORAS MÁS TRAGICAS DEL AUTOMOVILISMO – LE MANS 1955
Le Mans, denominada por sus organizadores «La plus grande course du Monde» («la carrera más grande del mundo»), se convirtió en el drama más tremendo de la historia del automovilismo internacional, el 11 de junio de 1955, a las 18 horas y 28 minutos.
COOLTURA17 de junio de 2023 Federico KirbusRecurrimos a este gran periodista del automovilismo argentino, dado que, en el período 1954/1955, de desempeñaba también en el Equipo Oficial Mercedes Benz, como traductor del propio Juan Manuel Fangio.
En homenaje a un gran periodista, Don Federico Kirbus.
Es el 11 de junio de 1955, he venido en un viaje extenuante desde Stuttgart, donde vivo esta temporada con mis tíos, hasta Le Mans.
Las “24 Horas del Automobile Club de l’Ouest” prometen ser un evento extraordinario. Todas las grandes marcas y los mejores pilotos del momento estarán presentes: Mercedes-Benz, Jaguar y Ferrari; Fangio, Moss, Hawthorn, Castellotti y “tutti quanti”.
El tiempo es bueno cuando a las 16 en punto se da la señal de partida. Los corredores, alineados del lado opuesto de la calle, deben entonces correr, sentarse, arrancar los motores y salir. De todas maneras, serán los equipos más veloces los que pronto tomarán la delantera.
A poco de iniciarse la prueba se entabla en la punta un duelo que mantiene en vilo a los espectadores. Ora está Fangio al frente, ora el Jaguar verde de Hawthorn -el hombre del infaltable moño-, ora el impetuoso Castellotti con su roja Ferrari. Cada vuelta se establece un nuevo récord en el circuito de La Sarthe.
Yo camino por el terraplén que separa la pista de los espectadores. Lo hago porque mi credencial me autoriza a hacerlo. Así, voy tomando fotos de la recta principal, del puente Dunlop y de las curvas siguientes.
Circulo sobre el terraplén mientras voy tomando fotos y luego vuelvo. Pronto, los autos se detendrán en los boxes para reabastecerse de combustible y hacer el cambio de pilotos obligatorio, lo que promete buenas instantáneas.
Yo también tendré que reabastecerme… de películas para mi Leica y mi Rollei.
Decido volver a mi Porsche estacionado detrás de la tribuna principal para proveerme de lo que necesito y luego regresar al circuito mientras haya luz para fotografiar.
Más de medio siglo ha trascurrido desde aquél día.
Mucho de lo sucedido se me escapa de la memoria.
Por eso prefiero reproducir un artículo publicado por mí en la revista Motor, en junio de 1965, o sea solamente diez años después, nota que contiene muchos aspectos interesantes sobre este episodio que cambió la historia del automovilismo deportivo, que fue por así decir la divisoria de aguas entre los viejos, buenos, y estos tiempos modernos.
La carrera de la muerte:
La noche anterior había sido extremadamente fría, pero la tarde del 11 de junio de 1955 se presentaba en todo su esplendor. Serian probablemente alrededor de 300 mil personas las que se daban cita alrededor del circuito de La Sarthe, el mismo – con lógicas variantes, por supuesto- donde en 1906 se había disputado el primer Grand Prix del Automóvil Club de Francia en circuito carretero.
Pocas veces una carrera prometió una lucha tan pareja como esa edición de las 24 Horas. Allí estaba el equipo Jaguar con sus velocísimos modelos “Type-D”. Más allá, las Ferrari cuatro litros y medio. Finalmente, los tres “Mercedes-Benz 300 SLR” de tres litros, que poco antes habían debutado exitosamente en las Mille Miglia de Italia.
Era virtualmente imposible predecir cuál de los tres equipos se alzaría con el triunfo, porque tanto las Ferrari como los Jaguar y Mercedes eran máquinas velocísimas y conducidas por algunos de los mejores pilotos del momento.
Jaguar venía con la esperanza de repetir sus sensacionales victorias obtenidas allí en 1951 y 1953. Mercedes, ansioso de reverdecer los laureles cosechados en 1952. Y Ferrari, dispuesto a continuar por la senda exitosa iniciada en 1954 con la conquista de González-Trintignant.
Las primeras dos horas y media de carrera fueron realmente lo más fantástico que recuerda haber visto este cronista. Castellotti (Ferrari), Hawthorn (Jaguar) y Fangio (Mercedes) se trenzaron en un duelo memorable.
Después de haberse dado la señal de partida a las 16 horas, Castellotti tomó la delantera, en tanto que Fangio se retrasó al introducirse la palanca de cambios en las piernas de su pantalón, pasando por el control al cabo de la primera vuelta en 15º posición.
Pero ya al cabo del primer circuito Fangio estaba cuarto, acosando a Hawthorn y Castellotti, quien batía por primera vez el récord de la vuelta establecido por José Froilán González en 1954 (4m 16s 8/10 = 189,139 kilómetros por hora).
En la sexta vuelta Fangio superó el récord de Castellotti, pero el ritmo de los punteros iría aún más en aumento. Mientras Castellotti se rezagaba un poco, Fangio y Hawthorn se disputaban la punta.
A cada rato cambiaba el dueño de la delantera. En la vuelta 17º, Fangio marcó 4m 9s 7/10. En el giro siguiente, Hawthorn respondía con 4m 8s 2/10, y finalmente, en el giro 28º, el británico establecía un tiempo de 4m 6s 6/10 (196,963 km/h); a esta altura (dos horas de carrera) el promedio general de la carrera era de 191,3 km/h, o sea 2,2 km/h más alto que el record de vuelta del año anterior.
Pero el instante de la tragedia se acercaba implacablemente.
Dos horas de carrera; dos horas 15 minutos; dos horas 20 minutos.
El paso de las máquinas por la recta principal entre los boxes y la tribuna principal era un espectáculo impresionante. Y más aún, viendo cómo los 300 SLR plateados abrían sus frenos aerodinámicos cuando se aproximaban a la curva Dunlop. Los enormes flaps eran accionados por el conductor con una palanquita.
Los autos seguían desfilando, aunque la lucha se había reducido a un duelo entre Fangio y Hawthorn, puesto que Castellotti estaba perdiendo terreno.
El minutero avanzaba. Los motores rugían. Y se aproximaba la hora en que se irían deteniendo los primeros competidores en los boxes para reabastecerse y hacer relevo de piloto.
Alrededor de las 18h 28m se acercaba a la recta de control un lote de máquinas compuesto por Hawthorn (con la intención de detenerse); Pierre Levegh (Mercedes); Macklin (Austin-Healey) y, más atrás, Fangio y Kling (ambos con Mercedes).
Por causas que después nunca pudieron establecerse con exactitud, pero aparentemente a raíz de que Hawthorn reducía su velocidad y se cruzaba en la pista para dirigirse a boxes, Macklin y Levegh tomaron por la parte izquierda de la calzada. La diferencia de velocidad entre el Austin-Healey (que iba adelante) y el Mercedes de Levegh (que lo seguía) era tremenda.
Levegh trató de salvar la situación pasando a Macklin por la izquierda, en el reducido espacio libre que quedaba entre el auto verde inglés y el terraplén que separaba a los espectadores de la pista.
Si bien después no pudo confirmarse, aparentemente Levegh todavía pudo levantar la mano derecha para alertar a Fangio, que venía detrás, para que aminorase su marcha.
Después, en segundos, el drama.
Para describir el desarrollo de las cosas conviene detallar la trayectoria de cada uno de los protagonistas por separado:
Levegh se subió con su rueda delantera derecha al guardabarro trasero izquierdo de Macklin. El Mercedes se elevó por los aires despidiendo al conductor, y luego fue dando varios tumbos sobre el mismo terraplén.
El motor y el puente delantero se desprendieron del chasis y volaron a ras de las cabezas de los espectadores, decapitándolos sin piedad.
Macklin, a raíz del impacto desde atrás, perdió el control y su coche cruzó la pista hacia la derecha para chocar contra los boxes. En uno de los recintos, Oscar Cabalén retrocedió y se aplastó la espalda contra la pared por temor de que el Austin-Healey saltara sobre la mesada y se introdujera en el box.
Pero no, la máquina chocó y prosiguió su zigzagueo hasta detenerse casi enfrente, contra el terraplén, debajo del puesto de un cameraman de la TV.
Fangio, que se acercaba a 260 km/h, alertado o no por el gesto (nunca comprobado) de Levegh, nada pudo hacer en esos instantes.
Realizó – según evoca después – un ligero e instintivo zig-zag para eludir primero a Hawthorn y luego a Macklin. Las partes metálicas desprendidas del Mercedes de Levegh que volaban por los aires rompieron un faro del auto de Fangio y le abollaron la carrocería, pero sin lastimar al conductor.
Hawthorn, sorprendido, siguió de largo en vez de detenerse en el box de Jaguar y de inmediato se detuvo también Kling en el box Mercedes.
La confusión era tremenda.
La nafta del auto de Levegh ardía e inundaba parcialmente la pista. El humo envolvía toda la escena.
Pero nadie sabía aún quién era el que realmente había sufrido el accidente. Por la hora de paso y el color del auto, se presumía y se aseguraba al principio que había sido Fangio. Nadie lo había visto pasar -cruzó el escenario en medio del maremagno-.
Yo había pasado delante de las tribunas minutos antes. A las dos horas y media de carrera se me ocurrió reabastecerme de películas.
Fue cuando desde mi Porsche, a unos 50 metros del lugar del accidente, en la playa de estacionamiento detrás de las tribunas oficiales, escuché y vi una explosión como de una gran cantidad de magnesio, de ese que usaban los fotógrafos de antes para el flash.
¡Pum!
Al ver el fuego y el humo se me ocurrió que, al reabastecerse de combustible alguna de las máquinas, pudo haberse declarado un incendio, como tantas veces ocurrió en boxes.
De todas maneras, puse llaves a la puerta de mi auto y corrí hacia las tribunas. A mi encuentro corrían, atravesando la salida, gente cubierta de sangre. Desde lo alto de la pared de separación entre recinto y estacionamiento observé una escena macabra: en el suelo yacían los cuerpos de una veintena de personas. Por todas partes estaban desparramadas ropas, zapatos, diarios, botellas, sillas. La gente lloraba. Los niños gritaban. Algunas mujeres corrían.
Un trastornado, presa del drama, se reía a carcajadas…
Aún no me percato del todo que yo mismo podría haber estado yaciendo allí. Por donde pasó volando el motor del Mercedes yo había pasado dos, tres minutos antes.
Instantes tremendos. Con mano temblorosa conseguí tomar algunas fotografías y fui caminando en dirección al puente Dunlop, para cruzar la pista y dirigirme a los boxes a fin de enterarme de detalles.
Allí, unos diez minutos después del accidente, la confusión era aún total. Absoluta. Se sabía que Fangio no había sufrido el accidente, y que probablemente su protagonista había sido Levegh.
En el box de la Mercedes me encontré con Oscar Cabalén. Me relató cómo procuró salvarse por si el auto de Macklin se hubiera metido dentro del box en vez de rebotar. Lentamente recogí distintas versiones.
En eso vi aparecer a John Fitch, compañero de Levegh. Debía relevar al piloto francés pocos minutos después, pero él tampoco sabía exactamente lo que sucedió. Le hice un relato sintético. Masticando un caramelo, meditó acerca de lo que pudo haber sido para él, de haberle tocado conducir durante la primera parte de la carrera.
Con Julius Weitmann, un fotógrafo alemán que regresaba del lugar del accidente, estimamos el posible número de muertos. Los dos coincidimos, por lo que pudimos apreciar, en unos 20 a 25.
En el interín, las autoridades deliberaban si convenía suspender la prueba o no. Se resolvió seguir corriendo, puesto que la interrupción significaría que el público, al volcarse a las calles, bloquearía los caminos y dificultaría el traslado de los muertos y heridos.
La carrera prosigue, pero el tema de la conversación es el accidente.
Aún no se sabía cuántos habían muerto. Fangio-Moss siguieron en la delantera, seguidos de Hawthorn-Bueb. Poco antes de las dos de la mañana, el Jaguar retrocedió al tercer puesto y pasaron al segundo Kling-Simon con el segundo Mercedes. Pocos minutos después el jefe de equipo, Neubauer, consiguió por fin comunicarse telefónicamente con Stuttgart y recibió la orden de detener las dos máquinas que se hallaban en la punta.
Diez horas después de haber dado comienzo la carrera, Mercedes se retiró y el solitario Jaguar fue corriendo cómodamente hacia un triunfo sin pena ni gloria.
“Me tomó totalmente de sorpresa”, me decía el Chueco mientras estaba arrodillado en un rincón del box de Mercedes. Yo lo escuchaba atentamente, y Cabalén se agachaba detrás de mí para no perderse detalle.
Era una media hora después del accidente, como a las siete de la tarde, después de que Fangio le entregara la máquina número 19 a Moss, su compañero. También se arrimó John Fitch, quien era compañero de butaca precisamente de Pierre Levegh, protagonista del siniestro. Yo en estos casos, como integrante del equipo oficial Mercedes-Benz, tenía que hacer malabares para traducir a todos los circunstantes lo que se conversaba. Es que en esta Rennmannschaft se hablaba alemán, inglés y en esta ocasión también francés.
Eran instantes de zozobra para todos nosotros porque, por tiempo, cuando sucedió aquello, justamente Fangio, tenía que pasar frente a los boxes. Pudo haber sido él. Ahora estaba sano y salvo con nosotros.
“Yo venía con Levegh a la vista, como a 230 kilómetros por hora, casi a fondo aunque ya preparándome para disminuir la marcha con el freno aerodinámico y tomar la curva Dunlop”, continuaba Fangio con su lenguaje tan especial y expresivo con el que quería hacerse entender.
“Siempre estábamos atentos al acercarnos al sector boxes porque ahí en cualquier momento algún competidor podía entrar para reaprovisionarse o bien salir y retomar. De reojo observé que Hawthorn dobló medio de repente hacia su box, y que otro coche más pequeño esquivaba el Jaguar tirándose sobre la izquierda. Era por donde veníamos nosotros, Levegh y yo”, siguió.
-¿Ustedes no iban a detenerse en esta vuelta?, preguntó Cabalén.
-“Nosotros íbamos a parar en la vuelta siguiente o dos giros más adelante para el cambio de piloto y cargar nafta”, respondió el Chueco mientras tomaba un trago de agua de una botellita de vidrio (aun casi no se conocía el plástico).
Yo le hacía una síntesis a Fitch, y Fangio continuó: “En esos movimientos de autos delante de nosotros vi cómo Levegh levantó una mano como para señalarme algo. Y en ese mismo momento se me hacía como que su máquina se levantó, que fue cuando trepó sobre el coche verde del inglés, que tocó el terraplén y rebotó. Me aferré al volante y no me llevé por delante al inglés por milímetros, no sé cómo”.
-¿Viste cómo voló la máquina de Levegh?, inquirió Cabalén.
-“Todo se volvió una nube gris, y traté de apartarme hacia la derecha. Dentro de esa nube volaban piezas metálicas y esquirlas. Traté de esquivar, ¿pero esquivar qué? Hice un breve zigzagueo, aunque igual me impactaron varios fragmentos”. Algunos trozos hicieron impacto en la carrocería, porque después observé varias abolladuras. Por suerte ninguno tocó mi cabeza. Pienso que, si estaba cinco o diez metros más cerca de Levegh, no la contaba tampoco porque hubiera sido imposible sortear el embrollo. De frenar, ni hablar.
En eso, Cabalén, en voz baja, señala mi campera gris y dice:
-Te enchastraste con aceite o grasa, tenés una marca aquí.
Miré y ví un color rojo oscuro. Debía ser sangre de alguien que pasó a mi lado, escapando de la escena de la tragedia y me rozó. Sangre de un herido que se salvó de la hecatombe.
“Voy a ver lo que dice el Gordo”, suelta Fangio mientras se levanta para dirigirse a donde está Neubauer.
Sólo en las primeras horas de la mañana siguiente, a través de los diarios, la opinión pública se enteró de las proporciones reales del accidente: 70 muertos y más de 70 heridos fue el balance provisorio. En definitiva, la cifra se elevaría a 83 muertos y 82 heridos.
Pierre Boillin, alias Pierre Levegh, halló trágico fin en instantes en que todos los factores negativos -tanto estáticos como dinámicos- convergieron para traducirse en la catástrofe más pavorosa que recuerda la historia mundial del deporte automotor.
La firma Daimler-Benz le confió a Levegh una de sus máquinas en homenaje a su excepcional actuación del año 1952, cuando conduciendo su Talbot particular abandonó después de haber estado más de 23 horas en la punta, dejando entonces la vía libre para el triunfo a los Mercedes 300 SL.
Le Mans fue su destino, como lo fue para muchos otros y para el deporte automovilístico en general.
Le Mans, denominada por sus organizadores «La plus grande course du Monde» («la carrera más grande del mundo»), se convirtió en el drama más tremendo de la historia del automovilismo internacional, el 11 de junio de 1955, a las 18 horas y 28 minutos.
La peor Tragedia en carrera | LeMans 1955:
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