El Sandunga

No se puede decir que el Sandunga era más leal que un perro, porque él no era más que uno de tantos miembros de la familia canina atorrante en la Base Aérea. El Sandunga era un perro de la genuina familia de los atorrantes, pero de esos atorrantes militares que no tienen dueño ni reconocen más amo que la base donde han nacido y se han criado. No era un perro militar propiamente dicho, no era de la Sección Perros de Guerra, era mejor que ellos, él se hizo a si mismo así. Los soldados van desapareciendo porque por su edad pasan a hacer turno y dejan la guardia, o se retiran , y sino por simples bajas, y otras nuevas plazas van llenando los claros que dejó la ausencia de aquéllos. Pero este perro queda en la Base Aérea, compartiendo las fatigas y los peligros con los que lo forman, sin averiguar si son soldados viejos o incorporados ayer.

AIRE LIBRE 26 de julio de 2022 Valerio Meridio Valerio Meridio
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Para él todos los soldados son iguales, a todos sirve, a todos obedece, y de todos recibe un bocado o un golpe, con la misma conformidad.  Y recorre todos los puestos como todos los perros de guardia en su rondín, sin ver en ellos otra cosa que miembros de su base a quienes tiene la obligación de acompañar y proteger.  Y el perro atorrante no sólo es la compañía y el amigo del soldado, sino su protector mismo.  Cuando no hay qué comer y la cosa se hace difícil, él sale cazar el alimento del día, y corre a la liebre, al cuis o a la iguana, hasta traerlo, jadeante y fatigado.  Y lo pone a los pies del soldado a cuyo lado se sienta, luego, lo come, se retira tranquilamente y se acuesta a dormir.

 

A este género de perros militares y atorrantes pertenecía el Sandunga, había ganado su nombre, desde que había asustado a muerte una vieja gitana que pasó caminando frente a la Base Aérea, y dando tumbos entre los pliegues de su amplio vestido, gritaba algo parecido a Sandunga! Sandunga! Sandunga! . Ya nadie recuerda si tenía otro nombre, o siquiera si tenía uno.

 

El Sandunga era perro de guarnición, él había nacido allí, allí se había criado y de allí no había cariño capaz de arrancarlo.  Los integrantes de la Base Aérea, como los jefes, cambian con frecuencia de residencia, pero el Sandunga quedaba allí, firme, esperando la nueva gente que le deparara la suerte.  Cuando más salía, era para ir a ver quien llegaba en algún avión, donde esperaba al que venía, para recibirlo con todos los honores y meneadas de cola del caso.  Perro taimado, tenía un puntería para saber quien era el jefe. Acompañaba al nuevo jefe hasta su casa de la Guarnición o hasta su Jefatura, como si quisiera enseñarle cuál era su alojamiento allí y dónde podrían hallarlo cada vez que lo necesitaran.

 

Así el Sandunga había venido al lado de los López, los Fernández, los Martínez o Romeros, sin reconocer en ellos a un amo, sino a un jefe cuyas credenciales no eran otras para él que verlo instalado en el Puesto A, alojamiento donde había nacido.  Entonces el Sandunga obedecía a la palabra del nuevo Jefe de Puesto, con un raro empeño, y se constituía en su asistente y centinela de más confianza.

 

Iba a las Compañías de los nuevos soldados, como para reconocerlos y hacer amistad con ellos; pero regresaba al puesto que él mismo se había señalado, sin que hubiera fuerza suficiente que lo arrancara de allí.

 

A la noche, sobre todo, el Sandunga se instalaba delante de la puerta, y después del toque de silencio no permitía que nadie pasara sino a seis u ocho metros de distancia: y pobre el que intentase avanzar a pesar de sus ladridos.  Sólo al oficial de Servicio, único ajeno al Puesto A, a quien reconocía cuando se recibía la guardia, permitía la entrada al edificio.  Después de éste, la entrada estaba vedada para todos.

 

El Sandunga era un perro de un valor asombroso: no había peligro capaz de arredrarlo, y bastaba una simple amenaza para que acometiera de una manera decisiva.  Su piel renegrida y lustrosa estaba llena de cicatrices tremendas, recibidas todas ellas peleando valientemente contra aquellos cánidos que osaban invadir la Base Aérea en su vuelta del perro matutina.  El había tomado parte en esos combates y salido airoso, al último, superado en años y en número, salía bastante maltrecho, y herido casi siempre,  se venía a Sanidad, donde sabía que el Enfermero de Turno tenía orden de asistirlo como a cualquier soldado.  El Sandunga no se movía de Sanidad hasta no estar bueno, siendo su primera operación ir a visitar al Jefe de Unidad, como para avisarle que estaba de alta y a su completa disposición, después rumbeaba para el Puesto A

 

El Sandunga conocía perfectamente todos los usos y costumbres.  En las formaciones, a las Oraciones las escuchaba de pie y con un raro recogimiento.  Parecía participar de la languidez que invade el espíritu en aquellas horas grandiosas, y del respeto que le comunicaba aquel toque severo en un silencio tan viril y solemne.  Al toque de silencio y junto con la larga y sentida nota que lo termina, el Sandunga lanzaba un aullido triste y prolongado, y se instalaba en su puesto de servicio hasta la siguiente diana.  

 

Tenía como única excepción de su vida, una amistad decidida por quien llamaremos el Colorado Ledesma.  Y esta amistad tenía su origen en un bello rasgo.  Un día el Sandunga había quedado por muerto, lo había chocado el cuatro en la avenida. El Colorado tuvo una inspiración: tal vez no esté muerto, dijo, fué a buscarlo, alzándolo y llevándolo al veterinario, asistiéndolo prolijamente.

 

Un mes después estaba sanado, gracias a los cuidados que se le habían prodigado, y desde entonces cobró por  Ledesma un cariño que no había demostrado jamás por nadie.  Lo visitaba, y cuando estaba de servicio lo acompañaba durante el día y hasta el toque de silencio.  Después de esa hora ya se sabe que no se movía de su puesto.  En cambio allí solía venir a acompañarlo Ledesma.  Pero entonces sucedía una cosa particular: el perro salía a recibir al Colorado a unos ocho metros antes de llegar al Puesto A.  Su cariño y su agradecimiento no llegaban hasta hacerle faltar a la consigna que él mismo se había impuesto: no dejar llegar a nadie hasta aquella puerta sagrada.

 

El día que murió  Ledesma en un accidente aéreo sin sobrevivientes, fue un día de visible pena para el Sandunga.  Se acurrucó allí en el alojamiento del Jefe de Puesto, de donde no se movió en cuatro días, al cabo de  los cuales empezó a hacer sus visitas al Sección del Colorado, a su esposa en el Barrio Aeronáutico.  Un mes después de este día amargo para todo la Brigada, no se volvió a ver más durante el día al Sandunga.  Al arrío Bandera se le encontraba firme en su puesto de guardia, pero cuando la sirena marcaba el inicio de actividades,  se perdía, hasta el arrío en que volvía a aparecer, para su acostumbrada guardia nocturna.

 

Nadie se había podido explicar dónde pasaba el día.  Intrigados por esto, decidieron seguirlo, y sin que el Sandunga lo notara, se pusieron en su seguimiento, penetrando al fin del misterio de sus ausencias.  El noble perro pasaba el día en el sector de estacionamiento de Ledesma.

Pero un día Sandunga, ese que te desconocía cuando no estabas de guardia, que te cuidaba cuando sí lo estabas, simplemente desapareció. Unos dicen que está muerto, otros que lo vieron en tal o cual barrio. Lo cierto es que ni antes, ni después, ni siquiera los perros de la Sección Perros de Guerra del rondín nocturno, lograban dar esa sensación de seguridad que te daba el Sandunga en la oscuridad de las guardias nocturnas.

 

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